Gustavo Saffores, Juan Antonio Saraví y María Dodera analizan el porqué de su inmortalidad artística.

El amor es ciego, se sentencia cuando una mujer se enamora de un hombre poco agraciado físicamente, y viceversa. Más vale tarde que nunca, se escucha cuando alguien se excusa de llegar con retraso a un lugar o emprende algo pendiente. Y hasta un adolescente que descubre sus primeras máximas en Internet o algún viejo sabio habrá dicho con tono aleccionador alguna vez: “Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras”. Quizás alguien podría arriesgar la hipótesis, sin posibilidades ciertas de probarla y sin miedo a que lo tilden de fanático, de que todos los humanos que pisaron este planeta en los últimos cuatro siglos han citado al menos una vez a William Shakespeare.
“Ser o no ser”, será, quizás, otro ejemplo claro. Y con seguridad quien lo pronuncie lo hará con una calavera en la mano, sin sospechar siquiera que la frase y el monólogo con el cráneo en la mano pertenecen a dos escenas distintas de Hamlet.
Shakespeare está en todas partes, a casi 400 años de su muerte, su espíritu y su obra sigue viva en boca de los más y los menos sabios. Sus obras se versionan y re-versionan. Sus argumentos son los argumentos que se usan en televisión siempre —cualquier abuela debe haber visto al menos 100 veces Romeo y Julieta, sin percibirlo, en la novela de las tres de la tarde o en el programa de Cristina, o en su versión moderna e incluso más conventillera de Laura—.
Para los actores y directores, en tanto, Shakespeare casi siempre se nombra primero. Es que, para ellos, es hablar de quien es el creador del teatro, al menos del teatro como lo conocemos hoy.
“Shakespeare es una porción muy importante del teatro que conocemos y como lo conocemos. Para el teatro occidental es sin duda uno de sus mayores exponentes, si no el mayor. Hay que conocerlo, verlo, actuarlo. Como actor interpretar a cualquiera de sus personajes es siempre bienvenido”, dijo a Teatral el actor y profesor de arte escénico Gustavo Saffores (en este momento trabaja en Ex, que revienten los actores, la obra de Gabriel Calderón que se exhibe en La Gringa).
En tanto, el actor y director Juan Antonio Saraví (que ha interpretado en varias oportunidades papales de Shakespeare y hoy dirige la obra H.D.P. que se presenta en el teatro La Candela), en declaraciones a Teatral define el legado del autor anglosajón “como un gran compendio de las conductas humanas y de las pasiones más básicas y universales. Es inabarcable, porque lo abarca todo. Expresado además con poesía, emoción, amor, belleza, carnalidad… Es un gran pilar del teatro, y para mí un compañero de ruta y un maestro constante”.
Saraví dirigió en 1992 La Tempestad, actuó en Cuento de Invierno, Rey Lear y en el último trabajo de Shakespeare que realizó la Comedia Nacional, Enrique Príncipe y Rey. Y, en base a su experiencia, explica por qué cree que su trabajo se ha mantenido vigente: “Porque justamente casi todas sus obras, y no una o dos, son monumentos de belleza y perfección; estudios agudos del alma humana, en retratos de pasiones que van más allá del tiempo, y hasta de los conflictos históricos que algunas abordan.
Para la directora teatral María Dodera, que en 2012 puso en escena Máquina Hamlet, la obra de Heiner Müller que traslada al personaje de Shakespeare a la era contemporánea, y en 2009 montó Hamlet, señala que el legendario autor británico “retoma la idea aristotélica de “imitación”, y a la vez nos trasmite su idea de la representación de la escena. Nos da su concepción del teatro y nos asegura que debe ajustarse a parámetros de su tiempo, tanto en forma como en contenido. Nos da lineamientos del quehacer teatral para que no nos apartemos del propósito de la representación, cuya finalidad, tanto en el ayer como en el hoy, era y es, presentar un espejo a la naturaleza: mostrando la propia imagen y dejando impresa su edad, su voz y su forma. Al hablar del drama como ‘un espejo’, Shakespeare plantea que el escenario devuelve a la platea su propia imagen; y a través de la imagen proyectada se opera un reconocimiento que permite al espectador iniciar un proceso de identificación similar al referido por Aristóteles”.
Ese proceso quizá sea lo que lleve a las obras de Shakespeare a no tener fechas de vencimiento. A esto hay que sumarle la paleta de colores infinita con la que cuenta cada actor a la hora de enfrentarse a un personaje de este dramaturgo. Sobre este punto, Saffores señala: “Lo que ofrecen sus textos, tanto para dirigirlos como para actuarlos, es la posibilidad de re-inventarlos una y otra vez. Trascienden épocas, estilos; incluso las formas de narrarlo suelen ser muy distintas. Hemos visto puestas de Shakespeare de todo tipo y color, y lo que siempre funciona es la trama”.
Carlos Tapia y Daniel Tapia
Dibujo: Diego Tapié